
Promete mayor libertad y empleo; sube a 27 el número de muertos durante las protestas.
El presidente egipcio disuelve su gabinete y pide evitar que terrorismo y caos se apoderen del país.

El Cairo, 28 de enero. El presidente de Egipto, Hosni Mubarak, anunció hoy haber pedido la renuncia de todo su gabinete y que este sábado formará otro "con nuevas metas", pero no mencionó nada sobre su retiro de la jefatura del Estado, a la que llegó hace 30 años y ha sido la causa de masivas protestas desde el martes pasado.
En un discurso televisado a la medianoche del viernes (16 horas de la ciudad de México), Mubarak habló principalmente de la necesidad de impedir que "el caos" y "el terrorismo" se apoderen del país, y marginalmente se refirió a reformas políticas y económicas, sin dar a conocer un calendario para llevarlas a cabo.
"Habrá nuevas medidas para una justicia independiente y más democracia, para dar mayor libertad a los ciudadanos, para combatir el desempleo, aumentar el nivel de vida, desarrollar los servicios y apoyar a los pobres", afirmó el mandatario de 82 años, vestido con traje oscuro, expresión seria y sin sobresaltos, en un escenario televisivo que sólo incluía la bandera de su país.
Hijo de un funcionario público, Mubarak tuvo su formación inicial en el ejército egipcio y de ahí pasó a la política, hasta ascender al puesto de vicepresidente.
En 1981, llegó a la jefatura del Estado cuando el entonces presidente Anwar el Sadat fue asesinado por una organización armada musulmana durante un desfile militar, en represalia por haber firmado en 1978 los llamados acuerdos de Campo David, que llevaron en 1979 a la firma del todavía vigente tratado de paz con Israel, representado por Menajem Begin, entonces primer ministro.
La paz con Tel Aviv condujo a Egipto a desarrollar una estrecha colaboración con Estados Unidos, que lo convirtió en uno de los mayores receptores de ayuda militar, junto a Israel. Estos nexos han servido además para que Washington considere a El Cairo líder entre las 22 naciones árabes, pero rivalizando con Siria.
El discurso de 15 minutos pronunciado por Mubarak a la medianoche de este viernes era esperado desde la tarde en Egipto, donde por cuarto día consecutivo hubo protestas contra el mandatario. Los servicios médicos informaron que en los choques con las fuerzas de seguridad murieron 20 personas, con lo que suman 27 en la semana.
La decisión de disolver el gabinete encabezado por el primer ministro, Ahmed Nazif, fue tomada a pesar de que este gobierno impulsó algunos cambios en la economía y abrió espacios electorales, tras el inicio de su gestión, en julio de 2004. Nazif fue previamente ministro de Comunicaciones y durante su administración autorizó los servicios de Internet en el país.
En su discurso, Mubarak subrayó su papel como garante de la seguridad en este país de 82 millones de habitantes, el más poblado del mundo árabe.
Amenaza
‘"No voy a dudar en tomar cualquier decisión que sirva para mantener la seguridad de todos los egipcios", dijo el mandatario tras demandar respeto a la ley, la infraestructura pública y las propiedades privadas.
Horas antes pidió a la policía y al ejército hacerse cargo de la seguridad y garantizar la aplicación del toque de queda imuesto en todo Egipto.
En 2005, por primera vez desde que asumió el poder, Mubarak se presentó a unas elecciones abiertas a otros políticos que le disputaron la presidencia, al tiempo que el Parlamento registró el temporal ingreso de diputados de la Hermandad Musulmana.
"Matones" del gobernante egipcio golpean y lanzan gas lacrimógeno a los manifestantes.
Mohamed El Baradei, Nobel de la Paz 2005, no escapó a los "cañonazos" de agua.

El Cairo, 28 de enero. Podría ser el fin. Sin duda es el principio del fin.
Por todo Egipto, decenas de miles de árabes arrostraron este viernes gas lacrimógeno, cañones de agua, granadas aturdidoras e incendios en demanda de la remoción de Hosni Mubarak, luego de 30 años de dictadura.
Y mientras El Cairo quedaba empapado bajo nubes de gas lacrimógeno de docenas de latas disparadas por la policía antimotines hacia las tupidas multitudes, parecía que el régimen se acercaba a su fin. Ninguno de quienes estuvimos este viernes en las calles de El Cairo sabía siquiera dónde estaba Mubarak. Y no encontré a nadie a quien le importara.
Esos cientos de miles eran valientes, y en su mayoría pacíficos, pero la escandalosa conducta de los battagi sin uniforme de Mubarak –la palabra significa literalmente "matón" en árabe–, que aporreaban y atacaban a los manifestantes mientras la policía observaba sin intervenir, fue una vergüenza. Esos hombres, muchos de ellos ex policías drogadictos, formaron la noche del viernes la línea frontal del Estado egipcio: los verdaderos representantes de Hosni Mubarak, mientras los policías uniformados bañaban de gas a las multitudes.
Hubo un momento en que el humo del gas flotó hacia la ribera opuesta del Nilo, mientras policías y manifestantes chocaban en los puentes. Fue increíble ver un pueblo en pie de lucha, que ya no está dispuesto a que la violencia, la brutalidad y la prisión sean su destino en la mayor de las naciones árabes. La policía misma parecía cuartearse. “¿Qué podemos hacer? –preguntó uno de los uniformados antimotines–. Tenemos órdenes. ¿Creen que queremos hacer esto? Este país va cuesta abajo.” El gobierno impuso el toque de queda la noche del viernes, mientras los manifestantes se hincaban a orar frente a la policía.
¿Cómo describir un día que podría llegar a ser una página gigantesca en la historia de Egipto? Tal vez los reporteros deberían abandonar sus análisis y limitarse a relatar lo que ocurrió de la mañana a la noche en una de las ciudades más antiguas del mundo. He aquí, pues, el relato tomado de mis notas, garrapateadas entre un pueblo desafiante de cara a miles de esbirros en ropa de calle y policías uniformados.
Comenzó en la mezquita de Istikama, en la Plaza de Giza: una sombría avenida de desolados conjuntos de departamentos y una fila de policías antimotines que llegaba hasta el Nilo. Todos sabíamos que Mohamed El-Baradei llegaría para la oración del mediodía y, en un principio, parecía no haber mucha gente reunida. Los policías fumaban. Si era el principio del fin del régimen de Mubarak, era un arranque muy poco impresionante.
Pero entonces, no bien se murmuraron las últimas plegarias, los fieles que estaban encaramados arriba de la avenida se lanzaron sobre la policía. “¡Mubarak, Mubarak! –gritaban–, Arabia Saudita te espera.” Fue entonces cuando el cañón de agua se volvió hacia ellos; la policía tenía toda la intención de combatirlos, aunque no se había lanzado una sola piedra. El agua se estrelló contra la multitud y luego las mangueras apuntaron directamente a El-Baradei, quien retrocedió, empapado. Después quedó bajo arresto domiciliario.
Había regresado de Viena unas horas antes. Pocos egipcios creen que él vaya a gobernar el país –él afirma querer ser un negociador–, pero fue un acto vergonzoso: el político más venerado en Egipto, premio Nobel de la Paz y hace un tiempo inspector en jefe de la ONU, estaba empapado como un vándalo callejero. Eso es lo que Mubarak piensa de él, supongo: apenas un alborotador más con una "agenda oculta": tal es el lenguaje que el gobierno egipcio usa en estos días.
Y luego el gas lacrimógeno llovió sobre la multitud. Para entonces ya serían tal vez unos miles, pero algo notable ocurrió mientras yo caminaba al lado. De conjuntos de departamentos y sórdidos callejones; de las calles vecinas, cientos y luego miles de egipcios salieron en tropel a la avenida que conduce a la plaza Tahrir. Ésa era precisamente la táctica que la policía buscaba evitar. Tener a los detractores de Mubarak en pleno centro de El Cairo sugeriría que su régimen había de hecho terminado. El gobierno ya había cortado la Internet –cercenando a Egipto del resto del planeta– y ahogado todas las señales de telefonía móvil. De nada sirvió.
"Queremos que caiga el regimen", coreaban las multitudes. Tal vez no era el grito revolucionario más memorable, pero lo lanzaban una y otra vez hasta acallar el estallido de las granadas de gas. De todo El Cairo se abalanzaban hacia el centro: jóvenes de clase media de Gazira, los pobres de las ciudades perdidas de Beaulak al-Daqrour, marchando en tupida columna por los puentes del Nilo como un ejército… que es lo que creo que eran.
Las granadas de gas seguían estallando sobre ellos. Tosían y se agachaban por las náuseas, pero seguían avanzando. Muchos se tapaban la boca con la ropa o hacían cola en una tienda donde el dueño les exprimía limones en la boca. El jugo de limón –antídoto contra el gas lacrimógeno– salpicaba del pavimento a las atarjeas.
Hablo de El Cairo, desde luego, pero las protestas ocurrían en todo Egipto, no pocas en Suez, donde por lo menos seis egipcios han perecido hasta ahora en los disturbios. Las manifestaciones no empezaron sólo en las mezquitas, sino también en las iglesias coptas. “Soy cristiano, pero primero soy egipcio –me dijo un hombre llamado Mina–. Quiero que Mubarak se vaya.” Y fue entonces cuando llegaron los primeros bataggi, abriéndose paso a empujones hacia el frente de las filas policiales para atacar a los manifestantes. Llevaban barras de metal, cachiporras de la policía –¿salidos de dónde?– y palos afilados; podrían ser acusados de crímenes graves si el régimen de Mubarak cae. Golpeaban con saña. Un hombre azotó a un joven en la espalda con un largo cable amarillo. La víctima aullaba de dolor. En toda la ciudad, los policías cerraron filas; eran legiones, con el sol resplandeciendo en los visores. Se suponía que la multitud debería temerles, pero el aspecto de los uniformados era grotesco, como de pájaros encapuchados. Luego los manifestantes llegaron a la margen oriental del Nilo.
Unos cuantos turistas quedaron atrapados en el espectáculo –vi tres damas de mediana edad en uno de los puentes (desde luego, los hoteles de El Cairo no informaron a los huéspedes de lo que ocurría)–, pero la policía decidió sostenerse en el lado oriental del paso elevado. Volvieron a abrir filas y lanzaron a los matones a tundir a los manifestantes que iban a la descubierta. Fue el momento en que el gaseo llegó al máximo: cientos y cientos de latas llovían sobre las multitudes que marchan desde todos los rincones de la urbe. Nos picaba los ojos y nos hacía toser hasta perder el aliento. Los hombres vomitaban frente a las cortinas cerradas de las tiendas.
Por la noche parecieron desatarse incendios cerca de la sede del Partido Nacional Democrático egipcio, el que avala todas las acciones de Mubarak. Se impuso el toque de queda y se produjeron los primeros reportes de la presencia de tropas en la ciudad, signo ominoso de que la policía había perdido el control. Nos refugiamos en el viejo Café Riche, frente a la plaza Talaat Harb, minúsculo restaurante bar de meseros ataviados con túnicas azules. Y allí, frente a nosotros, sorbiendo su café, estaba el gran escritor egipcio Ibrahim Abdel Meguid. Fue como encontrar a Tolstoi almorzando en plena revolución rusa. “¡No ha habido reacción de Mubarak! –exclamó exaltado–. ¡Como si nada hubiera pasado! ¡Pero el pueblo lo logrará!” Los invitados tosían por el gas. Fue una de esas escenas memorables que ocurren en las películas, no en la vida real.
Y un anciano yacía sobre el pavimento, con una mano sobre los ojos, que le ardían: el coronel Weaam Salim, del ejército egipcio, luciendo sus medallas de la guerra de 1967 con Israel –que Egipto perdió– y de la de 1973, que el coronel creía que Egipto había ganado. “Voy a salir de las filas de los soldados veteranos –me dijo–y me uniré a los manifestantes.” ¿Y el ejército? En todo el día no supimos de él. Los coroneles, brigadieres y generales permanecieron en silencio. ¿Esperaban que Mubarak impusiera la ley marcial?
Las multitudes se negaron a acatar el toque de queda. En Suez incendiaron camiones. Fuera de mi hotel trataron de arrojar otro camión al Nilo. No pude regresar al oeste de El Cairo cruzando los puentes; las granadas seguían estallando sobre las riberas. Pero a la larga un policía se apiadó de nosotros –cualidad que, tengo que decirlo, no se evidenció mucho a lo largo del viernes– y nos condujo hasta la orilla. Y allí había un viejo bote de motor, de los que sirven al turismo, con flores de plástico y un propietario dispuesto. Así pues, regresamos con estilo, sorbiendo Pepsi. Y entonces pasó a nuestro lado una lancha rápida amarilla, desde la cual dos hombres hacían la señal de la victoria a los manifestantes de los puentes, mientras una joven parada en la popa ondeaba un gigantesco estandarte. Era la bandera egipcia.

El Cairo. ¿Día de oración o de furia? Todo Egipto esperaba el sabbath musulmán –para no mencionar a los temibles aliados de El Cairo– mientras el anciano presidente del país se aferra al poder después de noches de violencia que han sacudido la fe estadunidense en la estabilidad del régimen.
Hasta ahora han perecido cinco hombres durante los disturbios y casi mil más han sido encarcelados; la policía ha golpeado mujeres y por primera vez una oficina del gobernante Partido Nacional Democrático ha sido incendiada. Los rumores son aquí tan peligrosos como el gas lacrimógeno. Un periódico cairota ha afirmado que uno de los principales consejeros de Hosni Mubarak ha volado a Londres con 97 maletas repletas de dinero, pero otros reportes hablan de un presidente furioso que grita a los altos mandos de la policía porque no han tratado con más severidad a los manifestantes.
Mohamed el Baradei, premio Nobel y ex funcionario de la Organización de Naciones Unidas (ONU), volvió este viernes a Egipto, pero nadie cree –salvo tal vez los estadunidenses– que pueda concentrar en torno suyo los movimientos de protesta que han surgido por todo el país.
Ya se han dado signos de que quienes están hartos del régimen corrupto y antidemocrático de Mubarak han tratado de convencer a los mal pagados policías que patrullan El Cairo de que se unan a ellos. "¡Hermanos! ¿Cuánto les pagan?", comenzó a gritar una muchedumbre a los gendarmes capitalinos. Pero nadie negocia: no hay nada que negociar, excepto la partida de Mubarak al exilio, y el gobierno egipcio no dice ni hace nada, que es más o menos lo que ha venido haciendo durante las tres décadas pasadas.
La gente habla de revolución, pero no hay quien remplace a los hombres de Mubarak –jamás designó un vicepresidente–, y un periodista egipcio me dijo este viernes que había encontrado algunos amigos que sentían lástima por el presidente aislado y solitario. Mubarak tiene 82 años de edad y aun así insinuó que se postulará de nuevo a la presidencia, para indignación de millones de egipcios.
La verdad desnuda y horrible, sin embargo, es que salvo por su brutal policía y su ejército ominosamente dócil –el cual, por cierto, no ve con agrado a Gamal, el hijo de Mubarak–, el gobierno carece de poder. Ésta es una revolución por Twitter y por Facebook, y hace mucho que la tecnología derribó las desfallecientes normas de la censura.
Los hombres de Mubarak parecen haber perdido toda iniciativa. Los periódicos de su partido están llenos de autoengaño: empujan las notas de las manifestaciones de masas al pie de las primeras planas, como si con eso alejaran a las multitudes de las calles: como si, de hecho, por empequeñecer las notas las protestas jamás hubieran ocurrido.
Pero no se necesita leer los periódicos para saber qué ha fallado. La suciedad y las ciudades perdidas, las cloacas abiertas y la corrupción de todo funcionario gubernamental, las sobrepobladas prisiones, las risibles elecciones, todo el vasto y esclerótico edificio del poder ha llevado por fin a los egipcios a las calles.
Amr Moussa, jefe de la Liga Árabe, apuntó algo importante en la reciente reunión cumbre de líderes árabes, en el centro turístico egipcio de Sharm el Sheikh: "Túnez no está lejos de nosotros: los hombres árabes están destrozados".
Pero, ¿será así en verdad? Un viejo amigo me contó una horrible historia de un egipcio pobre que afirmó no tener interés en echar a los jefes corruptos de sus comunidades del desierto. "Al menos ahora sabemos dónde viven", dijo. Hay más de 80 millones de personas en Egipto, 30 por ciento de ellas menores de 20 años. Y ya no tienen miedo.
Una especie de nacionalismo egipcio –más que islamismo– se hace sentir en las manifestaciones. El 25 de enero es el Día Nacional de la Policía –para honrar a la fuerza que dio la vida combatiendo a las tropas británicas en Ismailia–, y el gobierno regañó a los manifestantes, diciéndoles que deshonraban a los mártires. No, gritaron las multitudes: esos policías que murieron en Ismailia eran hombres valientes; sus actuales descendientes en uniforme no los representan.
El gobierno, sin embargo, no es tonto. Hay cierta astucia en la liberación gradual de la prensa y la televisión en esta destartalada seudodemocracia. Ha dado a los egipcios apenas suficiente aire para respirar, para mantenerlos callados, para disfrutar su docilidad en esta vasta tierra labrantía. Agricultores y no revolucionarios, pero cuando varios millones invadieron las ciudades, los barrios bajos y las casas en ruinas y las universidades, las cuales les dieron títulos pero no empleos, algo tenía que ocurrir.
“Estamos orgullosos de los tunecinos: han mostrado a los egipcios lo que es tener orgullo –dijo este viernes otro colega egipcio–. Fueron una inspiración, pero aquí el régimen fue más listo que el de Ben Ali en Túnez. Puso un barniz de oposición al no arrestar a toda la Hermandad Musulmana, y al decir luego a los estadunidenses que el gran peligro es el islamismo, que Mubarak es lo único que se interpone entre ellos y el ‘terror’… mensaje que Washington ha estado dispuesto a escuchar durante los 10 años pasados.”
Existen varias pistas de que las autoridades en El Cairo se percataron de que algo se avecinaba. Varios egipcios me han dicho que el 24 de febrero agentes de seguridad descolgaban imágenes de Gamal Mubarak en los barrios bajos, por temor de que provocaran a las multitudes. Pero el gran número de detenciones, las golpizas de la policía –a hombres y mujeres por igual– y el casi colapso del mercado egipcio de valores llevan la marca del pánico, más que de la astucia.
Y uno de los problemas ha sido creado por el propio régimen: se ha deshecho por sistema de toda persona dotada de carisma; las ha echado del país, y castrado políticamente cualquier oposición real al aprisionar a muchos disidentes. Los estadunidenses y la Unión Europea llaman al régimen a escuchar al pueblo, pero, ¿cuál es el pueblo, quiénes son sus líderes? No es un levantamiento islámico –aunque podría llegar a serlo–, pero, salvo la cantilena de la participación de la Hermandad Musulmana en las manifestaciones, es apenas una masa de egipcios asfixiada por décadas de fracaso y humillación.
Pero todo lo que los estadunidenses parecen capaces de ofrecer a Mubarak es una sugerencia de reformas, cosa que los egipcios han oído muchas veces. No es la primera vez que la violencia ha llegado a las calles del país: en 1977 hubo tumultos por la comida –yo estaba entonces en El Cairo y había muchas personas hambrientas y enardecidas–; el gobierno de Anuar Sadat logró controlar a la gente bajando los precios de los alimentos y aplicando cárcel y tortura. Ha habido motines policiacos, uno de ellos suprimido sin piedad por el propio Mubarak. Pero esto es algo nuevo.
Resulta interesante que no parece haber animosidad hacia los extranjeros. Muchos periodistas han sido protegidos por las multitudes y –pese al deplorable apoyo de Washington a los dictadores de Medio Oriente– ni una sola bandera estadunidense ha sido quemada. Eso muestra lo que es nuevo. Tal vez un pueblo ha crecido… sólo para descubrir que sus envejecidos gobernantes son todos niños.
El también ex jefe de la agencia nuclear de la ONU pidió que se forme un gobierno de transición para llamar a elecciones justas.
El Cairo. El activista egipcio Mohamed El Baradei dijo que el nombramiento de un vicepresdiente y un nuevo primer ministro por parte de Hosni Mubarak no tiene sentido y que el presidente no ha escuchado la voluntad de miles de personas que piden fin a sus 30 años de gobierno.
El presidente de 82 años de edad escogió al jefe de inteligencia Omar Suleiman como vicepresidente, la primera vez que ha entregado a alguien el cargo. El también nombró al ex comandante de la fuerza aérea y ministro de aviación, Ahmed Shafiq, como primer ministro.
"Hosni Mubarak no ha escuchado al pueblo", dijo El Baradei, de 68 años de edad, quien ha sugerido que podría postular a la presidencia si se implementan cambios democráticos y constitucionales, describiendo los nombramientos como "sin sentido" a Al Jazeera televisión.
"Este es un mero cambio de personas, y nosotros estamos hablando sobre un cambio de régimen. El pueblo egipcio está diciendo una cosa: 'El presidente egipcio se tiene que ir'", agregó.
El ex jefe de la agencia nuclear de la ONU pidió que se forme un gobierno de transición para llamar a elecciones justas durante la entrevista telefónica con el canal.
Las protestas, que exigen que Mubarak renuncie, se han extendido por todo Egipto y el sábado sumaron su quinto día.
Estados Unidos dijo Mubarak que no es suficiente con simplemente "barajar el mazo" con una reestructuración de su gobierno y lo presionó para que cumpla sus promesas de verdaderas reformas.
El Baradei repitió preocupaciones similares, diciendo: "Cualquier intento por encubrir las demandas del público llevará a una mayor deterioración en la situación de seguridad en Egipto, y yo hago totalmente responsable al presidente Mubarak", declaró.
"La presidencia debe ser elegida por el pueblo. Y mientras el régimen no entienda que es hora de que se vaya y de que queremos un nuevo régimen, Egipto colapsará", sostuvo.
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