
Desde su llegada a Los Pinos, Felipe Calderón emprendió lo que llamó una “guerra contra la delincuencia organizada”, y movilizó a todas las corporaciones de seguridad
pública y al Ejército. Los propósitos declarados eran erradicar a los cárteles del narcotráfico y al crimen organizado. Pero los objetivos reales eran muy distintos:
dar legitimidad a una presidencia surgida de un fraude electoral, presentar a Calderón como un hombre fuerte y protector de la ciudadanía, así como foguear a soldados y policías para posibles misiones de represión masiva, y habituar a la población a la presencia de militares en las calles, cuyo despliegue fue cubierto de manera espectacular por la televisión y los medios informativos.
Pronto se hizo evidente que las fuerzas de seguridad pública no estaban preparadas para semejante tarea, sin un trabajo previo de inteligencia y con organismos policiales corrompidos e infiltrados por los grupos criminales.
La “guerra” se emprendió sin depurar las aduanas y puestos fronterizos, sin controles financieros que impidan el “lavado de dinero”, sin programas para sustituir cultivos de los campesinos involucrados en siembras ilícitas ni acciones
de educación y salud públicas orientadas a prevenir y curar las adicciones. Calderón poco respeta las leyes y descalifica las denuncias sobre las ilegalidades: uso indebido de las Fuerzas Armadas, atropello sistemático a las garantías constitucionales y ejecuciones extrajudiciales de cientos de personas a las que el gobierno presenta como “sicarios” o “criminales”, sin necesidad de probarlo ante los jueces.
La guerra de Calderón ha sido contraproducente en todos los aspectos: la inseguridad y la violencia se multiplicaron y se extendieron a todo el país; los delitos no han dejado de crecer y las organizaciones criminales exhiben un poder de fuego y capacidad organizativa, económica y logística sin precedentes.
Lejos de ganar legitimidad y autoridad, Calderón enfrenta hoy el repudio popular por su irresponsabilidad e ineptitud; las instituciones públicas están más desgastadas que nunca, y muchas regiones son tierra sin ley, en donde la población está atrapada entre asesinatos, levantones y secuestros perpetrados por grupos delictivos, y las atrocidades cometidas por policías y militares.
Diversas voces de la sociedad han exigido que las Fuerzas Armadas regresen a sus cuarteles, pero Calderón se ha empecinado. Sin embargo, en abril de este año, tras múltiples denuncias por asesinatos de inocentes a manos de soldados en Ciudad Juárez, Tamaulipas y Nuevo León, el gobierno anunció una nueva etapa, en la que los militares transferirán, paulatinamente, el combate al crimen organizado a las autoridades civiles. No obstante, el secretario de la Defensa Nacional precisó que el Ejército permanecerá 10 años más en las calles y demandó legalizar su
participación en tareas de seguridad pública.
Tal vez, el anuncio de regresar los soldados a sus cuarteles se debió, en parte, a una presión estadunidense; o a los mandos castrenses alarmados por el desgaste de las Fuerzas Armadas entre la población; o quizá sea sólo un anuncio mediático. Pero lo que no puede ignorarse es la exigencia popular de sacar a los soldados de las calles (muy intensa en Ciudad Juárez). En este sentido, el más reciente giro de esta guerra estúpida, es una victoria de la sociedad organizada.

Los poderosos de México y sus socios en el mundo, pretenden acabar con los avances
sociales, políticos, culturales y económicos de nuestro país, logrados desde la lucha de Independencia y la revolución mexicana.
El gobierno de Calderón, apoyado por el PRI y por el PAN, pretende desmantelar el Estado mexicano y destruir las instituciones que aun quedan en pie, así como los derechos conquistados por las generaciones que nos antecedieron. Todo lo cual les permitirá vender al extranjero los recursos naturales (agua, petróleo, minerales), el territorio y la riqueza nacional.
Con esa mentalidad colonizada, se proponen diversas reformas promovidas por organismos internacionales (la laboral, la fiscal, de medios, de seguridad, la petrolera, etc.), pues les estorba la Constitución mexicana, les molesta la historia de lucha de nuestro pueblo y sus conquistas.
La clase política actual es apátrida y ha puesto a México a la venta, pretendiendo quedarse con las migajas. Como nación estamos llegando al límite, enfrentamos una desintegración y una descomposición sin precedentes. Mientras la televisión distrae a los mexicanos con escándalos y notas rojas, se oculta el saqueo desatado en todo el territorio nacional. La situación es tal, que si queremos sobrevivir como país, debemos recuperar la soberanía nacional y la soberanía popular para llevar a cabo una transformación profunda desde abajo y entre todos. No hay de otra.
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